Nunca, esta selva encerrada de cuerpo que me habita, había estado confinada en la nada de cuatro paredes. Pero la dictadura de mis cuatro paredes derrapa cada tarde en la curva de las ocho, cuando salgo al balcón para aplaudir y dejo volar mis manos, para homenajear a aquellos que luchan contra la muerte en nuestros hospitales, para que volando acaricien a aquellos que nos dejaron. De repente, todos los días a las ocho, nuestras palmas le chutan vida a la tarde vacía, que generosa, nos devuelve un amago de eternidad que nos glorifica un poco. Vuelan las manos mías, las de mis vecinos, a los que voy conociendo uno a uno, desde sus balcones abiertos. ¡Nunca detrás de tanto silencio hubo tanta palabra, nunca detrás de tanta muerte hubo tanta vida, nunca detrás de tanta crisis hubo tanta voluntad de superación!
Sin darme cuenta, me he hecho mayor, me ha sorprendido la marea del atardecer. Y ahora, que ya estaba toda la vida hecha, ahora que la Historia estaba acabada, llega un maldito mago de oriente, un tal Covid, con apellido de Iphone, versión 19. Hasta ayer por la tarde, mis hijos, para “llegar a algo”, debían de dar tumbos por cinco continentes, hablar idiomas y luchar ferozmente para ganar el juego de Supervivientes del Mundo Laboral ¡Cuánta soledad había en nuestra vida de competencia, de prisas, de yo-mas-que-tú, hasta que llegó el virus!
Para que yo fuera, para que nosotros consiguiéramos no dejarnos atrapar por este virus, por estas cuatro paredes que nos intentan naufragar, primero, hubo hace mucho tiempo, en los corazones de nuestros padres, unas gigantescas esperanzas que eran el más potente catalejo para apostar por el futuro, para llenar sus mochilas vacías. Todo estaba por hacer. Y de aquel sueño, quedamos nosotros, que ahora volamos nuestras manos cada tarde desde la herida luminosa y abierta de nuestros balcones. Somos tenaces, porque estamos hechos con sus sueños. Un sueño vivo, rebelde: ¡resistiremos!